«Hace 13 años, Sarajevo era el Infierno en la Tierra«, las palabras de Mehmed Arifhodzic resuenan frías en la montaña de Jahorina, una de las cinco que rodean la capital de Bosnia y Herzegovina (ByH). Muchas cosas han cambiado en la ciudad donde serbios, croatas y bosniacos convivieron durante siglos, hasta que las bombas se impusieron a las palabras. Vieja costumbre balcánica.
Una lluvia de proyectiles, bombas incendiarias y balas trazadoras cubrió los cielos de la ciudad entre 1992 y 1995. Las fuerzas nacionalistas serbias plantaban cara a la declaración unilateral de independencia de ByH, penúltimo paso en el proceso de desintegración de Yugoslavia. A partir de entonces, el fuego y el miedo devoraron la ciudad durante casi cuatro años. La Biblioteca Nacional, hoy en proceso de reconstrucción, fue pasto de las llamas, al igual que innumerables edificios e inmuebles del centro histórico. Trece años después, la mayor parte de ellos han sido ya rehabilitados, salvo algunos, que descansan en ruinas. Cicatrices del mayor conflicto bélico que ha sufrido Europa desde de la II Guerra Mundial.
Hoy, el casco antiguo sarajevita ha recuperado su pulso. Los cafés de estilo oriental del barrio de Bascarsija se abarrotan a todas horas, al tiempo que las nuevas tiendas de moda italiana reciben clientes en busca de gangas o con la tentación de echar un ojo a las últimas tendencias milanesas. Sin embargo, hay otra parte de la ciudad que se ha quedado anclada en el pasado, en aquel 6 de abril de 1992: comienzo de la catástrofe.
A escasos metros de la Biblioteca Nacional y del centro neurálgico de la ciudad, un pequeño camino empedrado conduce al barrio de Vratnik. Diez minutos de empinada escalinata nos transportan a un conglomerado de calles tortuosas, alejadas del bullicio de la pequeña urbe. El humo de las viejas estufas de leña envuelve el ambiente con una fina niebla artificial. Un olor característico impregna la piel. Los hombres, mujeres y niños del barrio observan con ojos curiosos a los desconocidos.
Barrio de Vratnik
El tiempo se ha detenido. Los vecinos, habitantes de este microcosmos, se afanan en sus quehaceres diarios, sin prisa pero sin pausa, indiferentes. Negocios de artesanía, viejas tiendas de alimentación y pequeñas mezquitas de madera salpican este paisaje urbano de alma rural. Un detalle salta a la vista. La mayoría de las casas, de ladrillo visto y a medio hacer, han sido reconstruidas. Otras muchas, dispersas, han sido borradas del mapa para siempre. Es la antigua línea del frente.
Los barrios de la periferia de Sarajevo sufrieron más que ningún otro la crueldad y el dolor de la guerra. Sus habitantes, en su mayoría musulmanes, guardan en el rostro las heridas latentes del conflicto. Una mezcla de melancolía y tristeza se mezcla con el aire cargado de Vratnik. Los callejones estrechos y los caminos de tierra impiden en muchos puntos la entrada de los vehículos, separando de manera inexorable a sus habitantes del ajetreo diario de la capital. Un mundo aparte.
Más arriba, una carretera serpenteante indica el punto exacto de la zona de confrontación. A la derecha, una cerca metálica impide el paso a la zona que aún permanece minada. A la izquierda, la pendiente trufada de desperdicios y suciedad desciende hasta la altura de las viviendas. Miles de personas viviendo a escasos metros de los campos minados. Algunos carteles desvencijados advierten al recién llegado: ‘Se encuentra en zona bajo control de las fuerzas armadas’. Herencia de guerra enquistada.
A ambos lados de la vía, que se pierde tras la montaña, pequeños cementerios musulmanes se mezclan con las huertas de algunos campesinos urbanos. El drama y la muerte se palpan a cada paso. La destrucción material y psicológica ha dejado su huella imborrable en esta zona, pero no sólo aquí.
La guerra forzó al exilio a miles de ciudadanos. La elite cultural y política abandonó la ciudad al comienzo del asedio, para no volver jamás. Como contrapartida, el conflicto que se desarrollaba en el resto del territorio de ByH, unido a la creciente tensión interétnica que desembocó en los terribles casos de genocidios, cuyo caso más flagrante es Srebrenica, trajo una oleada de refugiados a la capital. La fisonomía urbana y demográfica de Sarajevo, que un día destacó por su vibrante vida artística y cultural, se transformó en una atmósfera de provincianismo, adquirida de manera casi inconsciente.
La Jerusalén de Occidente quedó reducida a un gueto, que forjó la personalidad de los cientos de miles de personas que sobrevivieron al asedio y que hoy viven principalmente en la periferia. La diversidad étnica de siglos se desintegró, a favor de una mayoría incontestable de población musulmana proveniente de todos los rincones de ByH. Como consecuencia, los valores y símbolos islámicos se han afianzado como símbolo de la ciudad, reivindicación cultural en respuesta a los agravios de la guerra (la mayoría de las victimas fueron bosniacos musulmanes).
Bosnia y Herzegovina se prepara para firmar en los próximos meses el Acuerdo de Estabilización y Asociación con la Unión Europea, paso previo para su futuro ingreso en la comunidad. Muchas esperanzas están depositadas en Bruselas. Sin embargo, persisten problemas inquietantes. La República Srpska, parte integrante de Bosnia y Herzegovina y que aglutina a la población serbobosnia del país, ha amenazado con seguir el ejemplo de Kosovo e independizarse. Asimismo, el Estado central se encuentra atenazado por las políticas sectarias de los distintos partidos, que no vislumbran una nación única más allá del grupo étnico al que representan. El camino hacia la normalización será largo y lleno de contratiempos. Y este camino pasa por la superación definitiva de los estigmas de la guerra. Estigmas que son más visibles y palpables en barrios como Vratnik y Breka, donde la guerra, al menos en los corazones de la gente, todavía no ha terminado.
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